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Última modificación el enero 28, 2016 by Cristian Vanegas

[vc_row type=»in_container» scene_position=»center» text_color=»dark» text_align=»left»][vc_column boxed=»true» column_padding=»padding-2-percent» column_padding_position=»all» background_color_opacity=»1″ background_hover_color_opacity=»1″ width=»3/4″][vc_column_text]“Nos vemos luego Cristian”, dijo Jennifer mientras apretaba mi mano con fuerza, como si quisiera aferrarse del momento. De la misma forma, se despidió de los que encontró a su paso y yo no le di importancia. Para mi era la intensa de la clase, el hazme reír en momentos de desocupe o de desinterés a las clases, el tema levemente hipócrita en clase de trigonometría. Asumo que ella lo sabía, pero no le daba importancia alguna.

No pensé que aún conservara el cuaderno de física en el que ella escribió en la última hoja:[/vc_column_text][testimonial_slider][testimonial title=»Testimonial» id=»1453914599774-2″ quote=»Hola
¿Cómo estas?
Solo quería decirte que eres una
personita muy
especial y
aunque molestes
a Jorge me caes
re bien

Atte: Jeni
PD: No cambies con el
pasar del tiempo» tab_id=»1454008697763-10″] Click the edit button to add your testimonial. [/testimonial][/testimonial_slider][vc_column_text]Con esa nota no se ganaría un premio de literatura. No puedo hablar del resto de sus escritos porque nunca llegué a ver alguno. En la nota ella se refería a los golpes en la cabeza que le daba a Jorge, uno de los compañeros metaleros con quien andaba en el colegio,mientras hacía alguna broma o le decía Topo Gigio o algún otro de tantos apodos.

La nota me la escribió mientras hacíamos un laboratorio de física que, si mal no recuerdo involucraba una canica y un metro. Mientras nos dedicabamos a medir, tirar la canica, hablar de música y echar uno que otro chiste malo, Jennifer me pidió la agenda, escribió la nota y me la regresó sonriéndome.

Fue días antes de semana santa, por allá en 2004, que ocurrió lo que nadie se esperaba. Y es que nadie se espera ese tipo de desenlaces.

Después de despedirme de Jennifer regresé a mi casa. El sueño me estaba venciendo, así que fue lo primero que hice. El cielo tenía exceso de nubes negras y la tierra pedía a gritos mojarse. La tormenta duró dos o tres horas, el viento manipulaba las gotas de agua a su antojo y los truenos hacían temblar los vidrios de las ventanas.

Desperté justo cuando empezaban a caer las últimas gotas. Abandoné mi cara de recién levantado y fui a casa de un amigo que vivía en un conjunto cerrado frente a mi casa. Al llegar le pasé un CD con unas canciones que copió al computador y cuando ya el proceso estaba a punto de terminar, sonó el teléfono.

“¿En serio? ¿Con eso no se juega? ¿En serio? ¿Me estas hablando en serio?” escuchaba desde el otro lado de la habitación. Colgó, me miró y me dijo entre divertido y serio “el gringo me dijo que Jennifer se suicidó”.

La noticia corrió por toda la ciudad, las llamadas llegaban a cada una de las casas de mis compañeros y los mensajes instantáneos llegaban a las computadoras. Así fue como le conté a Andrés. Tampoco lo podía creer y lo poco que pudimos acordar es que nos veríamos en una hora en el colegio.

De camino al colegio en el bus pensé en infinidad de razones por las cuales decidió quitarse la vida ¿Qué de malo le había pasado? No lograba procesarlo. A mis quince años resultaba complicado entenderlo del todo.

Al llegar al edificio colonial del colegio vi la magnitud del asunto. Todos mis compañeros estaban ahí, callados, ahorrándose las palabras, utilizando el aliento para un suspiro, mirando hacia el vacío. Ahí estaba Andrés, totalmente en silencio. Con él hacíamos chistes crueles y quizás eso era lo que le afectaba más.

Decidí alejarme de todos, recorrer en silencio los pasillos vacíos del colegio. Ya iban a ser las 9 de la noche y las risas de los niños que hace unas horas jugaban por ahí parecían no haber estado presentes en días. La noche estaba triste y yo también lo estaba, aunque no lo demostré. Aquella noche no pude dormir, y el siguiente día el impacto sería más fuerte.

Llegó la mañana y tenía en la boca una sabor amargo. Recordé que parte de la noche y la madrugada me la pasé mirando el techo, sin poder dormir, pensando de todo un poco, analizando lo que había sucedido, haciendo del techo un lienzo en el que proyectaba cada pensamiento, cada idea que aparecía en mi mente.

Aunque los primeros rayos de luz de día me daban la sensación de que todo había sido una broma pesada más de mi cabeza, la luz de la vela que ardía en el pupitre vacío de Jennifer fue un pellizco de la realidad. Todos estaban en silencio, incapaces de armar caos.

El show empezó cuando los profesores empezaron a echarnos los cuentos motivadores con respecto al asunto. Y se hizo más show cuando los coordinadores y el rector nos reunieron a todos los cursos en el patio a hablar del tema. Fue molesto.

Más molesto aún que fueran personas que no fueron agradables con Jennifer y que fueron a verla en el ataúd. Yo no fui siempre agradable, la molesté en algunas ocasiones, pero todo fue en nombre de la recocha.

Cuando llegué al velorio con la idea en la cabeza de no acercarme demasiado al ataúd, me encontré con la mamá de Jennifer. Los gritos acompañados de las lágrimas, armando frases que traían un dolor que iba más allá de lo físico y la compañía de sus familiares tratando de consolarla me impactaron demasiado. Y solo recuerdo una frase que dijo mientras se iba sollozando de la sala de velación, viendo a los ojos a cada una de mis compañeras: “Mi campeona ¿Por qué? No se enamoren niñas, no se enamoren tan jóvenes”.

Jennifer, además de haber sido una buena estudiante que había entrado por su grandes meritos al colegio, era una deportista dedicada. Practicaba el patinaje de seguro y el bicicross si mal no recuerdo. Es que algunos detalles pueden llegar a ser borrosos con el paso de los años. Llevaba pocos meses en el colegio pero ya se había ganado un lugar en nuestra cotidianidad.

Poco a poco fueron llegando del colegio mis compañeros que se quedaron todo el tiempo allá. Yo me fui en cuanto a algún genio le dio por cantar “Amigos” de Enanitos Verdes. Algunos lloraron, se abrazaron y cantaron con el corazón. Es bueno que ellos lo sientan, pero yo no sentía que la canción fuera la más apropiada, probablemente porque nunca me gustó la canción.

No fui al entierro. Supe algunos detalles de el entierro por comentarios de algunos compañeros que me hicieron imaginar llantos aún más desgarradores. Menos mal no fui. Di mi adiós superficial desde mi casa y fue meses después que decidí despedirme de ella, con algunos tragos de aguardiente, lágrimas en los ojos y la compañía de mis amigos más cercanos.

Siempre recordaré aquella tarde en la que me enteré del suceso porque, mientras caía la lluvia y dormía tranquilamente, ella se quitaba la vida por amor según he entendido. No puedo decir nada más de eso porque serían especulaciones.

El silencio reinó en el salón de clase por un par de semanas hasta la necesidad de pasar la página nos devolvió las charlas y las risas. Aquí seguimos vivos, seguimos con lo que teníamos que seguir pero no necesariamente olvidamos. Ya son siete años y aún la recuerdo de vez en cuando.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]

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